ASCENSIÓN DEL SEÑOR

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

El día de la Ascensión es uno de los días que relucen más que el sol.  La Pascua es el culmen del misterio de la Encarnación. Dentro de las celebraciones pascuales, hoy incidimos en la Ascensión del Señor como quicio de esta historia y cambio de panorama en la vivencia del creyente.

Hasta el día de hoy, los creyentes-discípulos han hecho camino de fe con Jesús resucitado. Las turbulencias de la pasión y de la muerte del Maestro fueron apaciguándose paulatinamente en los encuentros con el Resucitado. El libro de los Hechos nos narra, en síntesis, lo vivido por los discípulos durante esos cuarenta días. Un tiempo en el que conviven con el Resucitado que les confirma en la fe afirmando que el Reino de Dios ya ha llegado y que empieza a desplegar todas sus virtualidades. Los discípulos siguen pensando en el Reino de Dios como restauración del reino de Israel. ¡Duros de mollera! Jesús les anuncia el Don del Espíritu Santo para que lleguen a entender lo que significa que Jesús es Señor de vivos y de muertos, pero desde la instancia del Siervo que entrega la vida. Las dudas permanecen hasta en el mismo momento de la despedida. Al ver a Jesús en el monte, en Galilea, algunos de los discípulos vacilaron en su fe; o le adoraron pero no con pleno convencimiento. Jesús no se enfada con ellos, sino que los quiere como son y espera de ellos un progreso en el camino de fe. Y aun así, les confía la misión más importante que se puede dar a hombre alguno: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Los envía al mundo entero. Rompe fronteras en la misión que él había traído y la agranda al mundo entero, sin distinción de razas, credos, naciones o clases sociales. Son enviados a todo el mundo como testigos de la Gran Verdad: Que Dios está con nosotros siempre y a nuestro favor; que la muerte ha sido vencida porque injertados en Cristo, por nuestras venas corre la vida de Dios. Anunciar que Dios es Padre y cuida de nosotros como a hijos predilectos. Que Dios se fía de nosotros por siempre.

El Bautismo es en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El misionero, el enviado, es y actúa en la calidad de aquellos a los que representa. Pero además esa realidad (Dios Trinidad) se involucra en la vida del enviado y en la vida de aquel que acoge al enviado. La realidad de Dios se contagia a todos aquellos a los que Dios toca o se dejan tocar por Dios.

Les envía a enseñar a guardar todo lo que Él les ha enseñado. Son las últimas palabras de Jesús.  Palabras que cierran el evangelio de Mateo. Ese mismo evangelio abría la misión pública de Jesús con un “Conviene que cumplamos toda Justicia”. Hacer toda justicia es igual a cumplir la voluntad del Padre. Lo que nos ha enseñado Jesús a lo largo de su vida es a hacer en todo momento la voluntad del Padre. Jesús ha vivido en todo momento prendado del Padre y buscando hacer su voluntad siempre. Y lo hace porque sabe que el Padre le ama absolutamente y es con mucho lo mejor caminar por la historia de su vida de la mano del Padre, aunque esta le lleve hasta la cruz. Jesús, en los últimos momentos de su vida visible ante sus discípulos les encarece a llevar esta vida y a enseñar esto a los demás.

Jesús sube al cielo. De allí vino y allí vuelve. Si la encarnación supuso un “dejar de ser Dios”, una vez cumplida su etapa terrenal, vuelve al cielo y se sienta a la derecha del Padre. Recupera toda su “dignidad”, todo el “poder en el cielo y en la tierra”. Jesús es ¡Señor!

Este “irse” es un llegar a la plenitud de su vida en cuanto hombre verdadero que es. Jesús no dejará ya nunca de ser hombre como nosotros. Y esto le habilita para ser el gran Mediador entre nosotros y el cielo, entre nosotros y el Padre, entre nosotros y la Trinidad. Justamente por eso, es necesario que él se vaya. Pero no nos deja huérfanos. Nos envía el Espíritu Santo y para nosotros, Apóstoles incluidos, empieza una nueva situación vital distinta a los tiempos y momentos de su presencia terrenal histórica. Subiendo al cielo se capacita para “volver”, para estar con nosotros presente en multitud de ocasiones. Podemos decir que siempre presente.

La eucaristía será el momento o celebración cumbre de la presencia del Resucitado en medio de nosotros. También en el resto de los sacramentos. Pero además en multitud de circunstancias de la vida en que podemos estar seguros de su compañía, como la del amigo que nunca falla.

Hasta ahora hemos mirado al cielo. Esa es la realidad mayor que hoy contemplamos. Pero no podemos “hacer tres tiendas” y quedarnos en el “monte”. Es necesario bajar y correr la voz de que entre los hombres está el Señor. Tenemos que seguir batiendo el cobre en esta vida nuestra, en esta historia nuestra siguiendo los pasos de Jesús y ser testigos de esperanza. El arzobispo de Madrid, cardenal Osoro, en la homilía del día de San Isidro (15 de mayo) nos recordaba cómo “nuestro tiempo ha de ser un tiempo de misericordia; sentirnos envueltos en la misericordia del Señor”. Para ser testigos “parece que tenemos que vivir cosas extraordinarias, cuando en lo ordinario es donde vivió San Isidro. Un hombre que oraba, que trabajaba, que ayudaba, que tenía caridad, que no olvidaba a los demás, que construía una familia cristiana”. Isidro era un “santo de la puerta de al lado” que no escondía la luz debajo del celemín. Su vida era testimonio de su fe.

El testimonio de la fe debe llegar a todo el mundo. Nuestra mirada no puede ser miope y conformarnos con nuestro entorno. Hay sitios donde resulta difícil ser testigos de la fe porque hay persecución y peligra la vida. Nicaragua atraviesa ahora momentos críticos para los católicos. Los armenios de la región de Nagorno sufren persecución y muerte. Podemos hablar de genocidio de creyentes. También resulta difícil en tantas otras partes del mundo donde se pisotea el valor de la vida humana.  En nuestra realidad europea también hay campos para seguir instaurando el “Reino de Dios” buscando cada vez más la fraternidad, la igualdad y la libertad. No podemos dejar de mirar a Ucrania donde se encona la situación de una guerra provocada por la invasión injusta en una nación. Hemos de trabajar por la PAZ en todo momento. No decaer ni desfallecer.

Es importante reconocer que estamos necesitados de la ayuda de lo alto, o que hemos de dejar actuar en nosotros los dones que nos regala el Señor resucitado y sentado a la derecha del Padre. Jesús nos promete el Espíritu que nos hará libres. Esta fiesta de la Ascensión nos remanda a la fiesta de Pentecostés que celebraremos, Dios mediante, en la próxima semana.

 

P. Gonzalo Arnáiz Álvarez, scj.

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